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Plaza Garibaldi, el reino del mariachi



    Cuando las primeras horas de la noche irrumpen en la ciudad y las calles comienzan a vaciarse de gente, cuando el tráfico es más soportable y uno debe tener un buen motivo para encontrarse a esas horas en la calle, la vida nocturna de la ciudad de México hace su aparición en escena.
    Entonces es cuando uno, solo o acompañado, busca su lugar favorito para refugiarse en él un rato y tomar unas cervezas.
    Antros hay muchos en esta ciudad pero se encuentran tan diseminados que una noche de parranda lleva aparejada una noche de agarrar varios taxis para moverse de un lugar a otro. Algunos antros cobran por acceder a ellos. Es lo que aquí se denomina cover. En la mayoría de ellos los precios son elevados, el alcohol a menudo de baja calidad y la decoración de los locales cuando menos cuestionable.
    Para quienes nos gusta el ambiente más popular y pachanguero y disfrutamos de los espacios abiertos, una buena opción es Plaza Garibaldi.
    Garibaldi es el reino del mariachi de la ciudad de México. El mariachi es ese conjunto de músicos que, ataviados con trajes muy vistosos inspirados en el traje de charro, interpretan música popular mexicana. Una de las teorías cuenta que el término mariachi surgió durante la intervención francesa, cuando esta clase de grupos musicales eran contratados por los invasores para amenizar las fiestas de boda o mariage.
    A mí me gusta caminar por la avenida 5 de Mayo en dirección al Eje Central y al doblar la esquina del Banco de México encontrarme con los primeros mariachis que, situados a unos cientos de metros de la Plaza, ofertan sus servicios a l@s automovilistas que en ese momento circulan por el Eje. La competencia es grande y las carreritas por captar a los potenciales clientes son constantes. La imagen me evoca en cierto modo a las prostitutas que ofrecen sus servicios a pie de carretera con la diferencia de que ellas son más discretas.
    Y así, caminando por la banqueta del Palacio Postal que es como se denomina la Oficina Central de Correos, cruzo el semáforo de Tacuba, luego el de Donceles, me maravillo de la imperfección de las banquetas de esta ciudad que me obligan a escalar más que caminar, paso por delante de la entrada del cine Mariscala, dejo atrás la intersección con República de Cuba, observo a mi izquierda la fachada iluminada del Teatro Blanquita, echo un vistazo a las tiendas de botas para los modernos cowboys del asfalto, me detengo ante el escaparate lleno de variedades de pan dulce de la Panificadora del Camino en la esquina con Belisario Domínguez, el portero de La Mexicana me invita siempre a entrar a su cantina a la voz de pásele güero no cover, dejo atrás el cruce con República de Perú, dudo en si entrar o no a El Burlesque y finalmente, casi sin darme cuenta, aparezco en Garibaldi.
    Si voy solo me siento más libre. Nadie me molesta ni interrumpe mi paseo. Si voy con alguna dama, pronto nos asaltan con ofrecimientos de canciones, de tequila, de rosas rojas y qué sé yo cuántas cosas más, lo cual me incomoda un tantito.
    A Garibaldi uno va a festejar, a olvidar las penas, a embriagarse, a darle vuelo a la hilacha o simplemente a escuchar un poco de música tradicional mexicana. Siempre hay alguien que paga para que el mariachi toque para él y el resto de l@s presentes nos congregamos alrededor de los músicos y el pagador para escuchar las notas que salen de violines y trompetas, de guitarras y guitarrones. A mí me gusta observar la cara de satisfacción, y de pendejo al mismo tiempo, que pone el pagador mientras es el centro de atención de todo el público. Normalmente el pagador está en una nube, a menudo de alcohol, y no repara en la lana que le cuesta ser el protagonista de la fiesta.
    Y qué decir de esos tours organizados en los que una de las citas nocturnas es Garibaldi y allá desembarca una legión de turistas de mofletes colorados que se fotografían tocados con enormes sombreros en medio de la algarabía general del grupo.
    Otro de los personajes de Garibaldi es el macho mexicano que contrata un mariachi para que le cante una canción, o varias, a su pareja. Quizás en casa la maltrata, no le da para el gasto, tiene historias con otras mujeres... pero en Garibaldi se transforma y se comporta como todo un caballero y le regala una canción a su viejita y ya puestos, hasta una flor.
    Como todo lugar en el que se mueve mucho billete también están presentes los rateros, los pillos, los vividores, personajes todos ellos que pululan por la plaza a ver qué cae. Estos son mis favoritos porque ellos están acostumbrados a controlar el lugar en el que trabajan y se sienten incómodos y desarmados cuando es uno mismo quien los controla a ellos.
    Pero, sin ninguna duda, los rateros más peligrosos no están en la calle sino en los antros ubicados alrededor de la plaza y que ofrecen espectáculos con música en vivo. Ahí sí que corremos mayores riesgos de ser atracados cuando nos presentan la cuenta de nuestra consumición.
    Por eso es preferible comprar unas cervezas o una botella de tequila en alguna de las tiendas de abarrotes de la plaza y beber en la calle. Aunque en México está prohibido tomar alcohol en la vía pública, contradicción de un país con millones de personas alcoholizadas, en Garibaldi se hace normalmente la vista gorda y si lo hacemos discretamente nadie nos dirá nada.
    Nunca me he llegado a quedar a ver el fin de fiesta en Garibaldi. Ya se sabe que con el paso de las horas el ambiente en este tipo de lugares suele ir degenerando a medida que el alcohol comienza a hacer su efecto. Siempre me he marchado de allí a una hora prudente y quizás por ello guardo buenos recuerdos de ese lugar, recuerdos que me hacen siempre volver a Plaza Garibaldi.



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