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La ciudad vista desde el cielo



Torre Latinoamericana     Cuando llegamos por vía aérea a la ciudad de México, si tenemos la fortuna de ocupar en el avión un asiento del lado de la ventanilla, tendremos oportunidad de contemplar fugazmente, a vista de pájaro, el conjunto de moles de concreto que de forma más o menos ordenada se alinean dando lugar a calles, avenidas y bulevares. Si nuestra llegada coincide con la noche el espectáculo es si cabe más fascinante porque las luces de la ciudad le proporcionan un toque mágico a dicha panorámica.
    Cuando uno repite varias veces la experiencia comienza a identificar algunos de los lugares que observa desde su asiento. Pronto elige puntos de referencia que inmediatamente le ubican dentro de ese pequeño plano que guarda en su mente. Es una sensación de extraña familiaridad con un lugar que sin ser su origen sí se trata de uno de los destinos importantes. Es como la vuelta a casa pero sin casa.
    Ojalá las panzas de las aeronaves fueran de metacrilato. De ese modo tod@s podríamos observar la tierra vista desde el cielo y seguro que esa nueva visión nos restaría algo de nuestro orgullo y de esa errónea idea de que el mundo gira alrededor de nuestro centro particular llamado YO.
    Quizás con la visión aérea de un lugar como el Distrito Federal podamos establecer cierto paralelismo con nuestras propias vidas. Me explico: en ocasiones caminamos por anchas avenidas en las cuales resulta más cómodo el devenir y en las que podemos pasar prácticamente inadvertidos entre la masa de gente que transita por el mismo lugar. Otras, optamos por caminos más angostos, llenos de pequeños obstáculos, donde el caminar es obligatoriamente más pausado, donde uno puede llegar a disfrutar con su paseo, repara en más detalles y se detiene a menudo para conocer el lugar por el que camina y las personas que lo habitan.
    Claro que, esta segunda opción, requiere de mayores dosis de tiempo, del cual la mayor parte de las personas voluntaria o involuntariamente carece. Los parques serían esos pequeños oasis donde el caminante repone fuerzas, hace balance de lo hasta entonces recorrido, analiza su itinerario, determina si la dirección de sus pasos es la adecuada en ese momento y decide si prefiere continuar caminando por el lado más complicado de la vida o por el contrario decide buscar la comodidad y el anonimato que brindan las grandes avenidas.
    En otras ocasiones andamos perdidos. Aun sabiendo a dónde queremos ir nos resulta difícil encontrar el camino. Uno de los aspectos positivos de perderse es que uno encuentra, "en medio de la perdición", nuevas posibilidades y alternativas que, sin figurar en el itinerario previamente establecido, lo pueden llevar por otros caminos en los cuales también se obtiene alguna enseñanza. Por eso pienso que es saludable perderse de cuando en cuando, porque normalmente es más lo que se gana frente a lo que se pierde.
    En cierta ocasión tuve oportunidad de ver en un museo de la ciudad un montaje artístico que consistía básicamente en un hormiguero comunicado mediante tubos transparentes con una superficie en la que por medio de diferentes objetos de uso cotidiano repartidos aquí y allá se representaba una ciudad imaginaria. Las hormiguitas se la pasaban de aquí para allá todo el ratote. Les gustaba, o necesitaban quién sabe, concentrarse alrededor de los puntos de luz que, a modo de pequeñas farolas, se encontraban distribuidas por toda la superficie. Por un momento pensé que esos puntos de luz eran las diferentes energías que mueven nuestro mundo o los diferentes dioses objeto de nuestra adoración: el poder, la religión, el dinero, el sexo... Alrededor de ellos giraba la mayor parte de la vida de las hormiguitas.
    Resultaba extraño ver hormiguitas independientes, separadas de la bola. Casi todas las hormiguitas se encontraban bien chambeando en el hormiguero (construyendo nuevas galerías o transportando el alimento) o reunidas alrededor de las farolas. Uno aprende mucho observando a las hormiguitas.
    La ciudad de México también dispone de lugares altos desde los cuales poder ejercer lo que yo calificaría como el arte de la observación, con la ventaja añadida de que son puntos fijos en los cuales somos nosotr@s l@s que con nuestro movimiento variamos la perspectiva y el ángulo de visión.
    Uno de esos lugares es el mirador de la Torre Latino o Latinoamericana. Ubicada en un lugar privilegiado, en la esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas con Francisco I. Madero, a unos metros del mero Zócalo, este edificio, aun sin ser el más alto de la ciudad, cuenta en su parte superior (a 139 metros de altura) con una estructura transparente desde la cual podemos observar, y al mismo tiempo estremecernos con su visión, la ciudad de México en toda su magnitud. Yo así lo hice y mientras me tomaba un café y contemplaba el espectacular paisaje, se me ocurrió escribir estas líneas, pero sobre todo, me acordé de la historia de las hormiguitas.
    Subir a lo alto de la Torre Latinoamericana (a pesar de los 40 pesos que cuesta el boleto) es una de las doce cosas que en mi opinión debería hacer toda persona que visite esta ciudad.



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