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Las cantinas: visión desenfocada de unos ojos extranjeros ebrios



Venir a México y no visitar sus cantinas es una especie de sacrilegio.
En la ciudad de México cantinas hay muchas pero de las auténticas cada vez menos. La modernización también ha llegado a estos locales y muchos de ellos han perdido su esencia original. Ahora pretenden que las modernas cantinas sean lugares limpios y agradables para ser disfrutados en familia.
Al hablar de cantinas también es necesario hacerlo del alcoholismo, una de las enfermedades más extendidas en este país. También es necesario decir que el mexicano y el alcohol son a menudo una mezcla explosiva y sumamente peligrosa.
Pero, aun teniendo en cuenta esa realidad, disfrutemos con el relato de David Lida, un extranjero asiduo de las cantinas de la ciudad de México.





    "El reloj que hay detrás de la barra de El Nivel, la cantina más antigua de México, corre hacia atrás; una buena metáfora de la condición espiritual de dos de sus clientes la tarde de un sábado reciente. Cincuentones, desgreñados, sonrisas aturdidas en el rostro, se sientan abrazados, al mismo tiempo para guardar el equilibrio y, al parecer, en un gesto de solidaridad. Hay más de una docena de vasos vacíos en la mesa. Uno le dice al otro, en voz bastante alta para que resuene en toda la cantina:
    Seas o no Domínguez,
    No me chingues:
    Estás pedo.
    Domínguez quita su brazo del hombro del otro, lo desdeña con un amplio gesto y se levanta para ir al baño. Cuando se pone de pie, la mayor parte de los clientes de la cantina lo observan con atención, para ver si de veras llega a su destino. Milagrosamente, avanza en línea más o menos recta. Pero, justo antes de llegar a los sanitarios, tropieza y cae abruptamente al piso, como un elevador desprendido de sus cables. Un mesero con filipina lo levanta y lo devuelve a su asiento. Seguirá sirviéndole tragos.
    Aunque en su mayoría son establecimientos sin ostentación, iluminados con lámparas fluorescentes, de paredes encaladas salpicadas de azulejos y pintadas del color de las frutas tropicales, las cantinas en la ciudad de México tienen tanta personalidad como los pubs londinenses, los cafés parisinos o los bares de Nueva York. He estado en quince países y bebido por regla en todos; las cantinas de México son sin disputa mis lugares favoritos para beber.
    Y no es sólo por el espectáculo de sus clientes más borrachos. Tienen historia -El Nivel se estableció en 1855- y tradición (los mexicanos están acostumbrados a beber en ellas, mientras que los bares a la usanza europea o norteamericana escasean aquí, casi siempre relegados al vestíbulo de los hoteles). Hay también entretenimiento, a cargo de músicos ambulantes, aunque su calidad varía considerablemente. Los trovadores decrépitos de Tío Pepe, cuyas guitarras se sostienen con cinta adhesiva, parecen mucho más interesados en beber que en tocar. En cambio, un trío angélico ameniza ciertas noches el Bar Montejo, y una elegante banda de cuatro integrantes anima La U de G. Este grupo, que incluye un violín lírico y un bandoneón apasionado, se encuentra tan a sus anchas tocando a Rossini como un bolero de Lara.
    En un país que está lejos de ser igualitario, las cantinas son la institución más democrática. Cualquiera que pueda pagarse un trago (lo que limita estrictamente la población) es bienvenido. Las mejores acogen una población heterogénea: burócratas abotagados en trajes y corbatas de poliéster, a veces solos, a veces acompañados por mujeres demasiado maquilladas que a todas luces no son sus esposas. Bigotones de gastadas botas puntiagudas, que parecen bajados de un tractor en Sonora (y así huelen). Parejas de enamorados. De vez en cuando, una familia con niños gritones. Muchachos en onda, de mocasines y con aretes en la nariz, torsos descubiertos y tatuajes elaboradísimos. Hombres rapados como militares, que podrían ser judiciales, narcotraficantes o ambas cosas. Y una minoría evidente de extranjeros, profesores, periodistas, bohemios.
    Hay algunas cantinas, como la bien llamada Dos Naciones, en las que si uno está solo todo lo que tiene que hacer es dejar la Nación Número Uno. Sube unas escaleras y en el segundo piso, en la Nación Número Dos, encuentra un grupo fascinante de mujeres prestas a brindarle compañía.
    Quizá lo que mejor distingue a las cantinas es que son también grandes lugares para comer. En Nueva York, si uno es extremadamente afortunado, puede que el barman le acerque un platito de cacahuates una vez que pagó su trago. En Madrid puede que le sirvan unas míseras anchoas o una tajada de jamón gratis con el jerez, pero tendrá que pagar por las buenas tapas. En Atenas, junto con el ouzo, probablemente le den unas aceitunas o una rebanada minúscula de queso. Pero no he visitado ciudad tan generosa con la comida que sirve a sus bebedores como el Distrito Federal.
    Para disfrutar de la botana gratuita debe uno ir en la tarde, a la hora de la comida, digamos entre las dos y las cinco. Con frecuencia me asombro, a veces hasta la estupefacción, ante la abundancia, la cantidad y la calidad de los alimentos, por lo menos en ciertas cantinas. Por ejemplo, en La Mascota -donde un mesero latoso insiste en rifar botellas de ron barato- había hace poco, siete platos disponibles. Probé la pancita, los sopes, las carnitas, las albóndigas en chipotle y el pollo en salsa verde. El mesero hubiera seguido trayendo cosas, pero yo me había dado por vencido.
    La Valenciana, cuyos avatares, según proclama, han ocupado varios domicilios desde 1911, sirve cotidianamente un menú de sopa, arroz y tres o cuatro guisados. El otro día me tocó mole de olla, tinga de pollo, salpicón, carne asada y chicharrón en salsa verde. Un mesero avejentado de bigote bien cortado me alentaba como una madre judía prototípica a servirme más, preocupado al parecer de que sufriera malnutrición.
    Los meseros pueden llegar a indignarse francamente si piensan que no ha mostrado uno el respeto debido a su negocio. Mi esposa y yo fuimos hace poco a La Auténtica y en unas dos horas y media dimos cuenta, además de un caudal de tequila y cerveza, de crema poblana, jugo de carne, carne tártara, chile en nogada, milanesa con papas y un "chamorrito" que, una vez consumido, parecía un hueso de dinosaurio. Tras el café y el ate con queso, pedí la cuenta. El mesero preguntó, ofendidísimo: "¿Tan pronto?"
    Entre mis cantinas favoritas están las que no sirven ninguna clase de botana. En esos establecimientos se ordena de un menú a la carta y se paga. De vez en cuando voy al Belmont, La U de G o La Guadalupana; pero tengo que admitir que, dada la profusión de lugares en que no tengo que pagar, me duele el codo.
    Algunos de mis amigos mexicanos más jóvenes se quejan de que las cantinas ofrezcan un servicio tan completo -bebida, comida, música, espectáculo, mujeres- que los hace sentirse prisioneros, y prefieren ir de bar en bar, como es común en Nueva York y Europa. Sin embargo, para quienes venimos de Nueva York o Europa, los bares rumbosos que han brotado en la colonia Condesa durante los últimos años parecen pálidas imitaciones. Sostengo, además, que cualquier cliente con deseos de mostrar un mínimo de disciplina y fuerza de voluntad puede ir a tantas cantinas en una tarde y una noche como bares puede visitar un habitante de París, Madrid, Londres o Nueva York"
David Lida
Las cantinas: visión desenfocada de unos ojos extranjeros ebrios
Traducción de Aurelio Asiain



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