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Los concheros o danzantes de bailes prehispánicos



Quien haya visitado la ciudad de México habrá sido testigo de las danzas prehispánicas que, principalmente en el Zócalo y alrededores del Templo Mayor, grupos de personas ataviadas con vistosas indumentarias ejercitan a ritmo de tambores.
Espectáculo para turistas, reclamo para fotógraf@s y modus vivendi para l@s intérpretes de estas danzas, la representación de estos rituales no hace sino confirmar que nos hallamos en la ciudad del comercio, donde cualquier espectáculo callejero lleva detrás la petición de una cooperación económica.
A mí personalmente me gusta más contemplar las danzas que ejecutan los sábados en la tarde un grupo de personas que se reúne en la plaza aledaña al Museo Nacional de Arte por el puro placer de danzar. Aunque quizás ell@s no alcancen en la ejecución de las danzas la perfección de l@s "profesionales" del Zócalo, en mi modesta opinión es mayor su entrega y su ortodoxia. Y además no piden limosna.
Fue una de esas personas la que me platicó que la danza no era un espectáculo sino una ofrenda a las fuerzas cósmicas que nos dan la vida y que los movimientos que se generan a través del baile tienen diferentes niveles de conciencia (gozo, autosacrificio, integración con las fuerzas cósmicas y finalmente, transformación en vínculo entre la energía creadora y la humanidad) para quienes los ejecutan.





Concheros     "Todos los días desde unos años atrás en el espacio quebrado que se ubica a un costado de la catedral metropolitana y en contraesquina con los restos arqueológicos del Templo Mayor de la antigua Tenochtitlan baten los tambores con ritmos que quisieran ser ancestrales. Reinvención moderna de la herencia cultural indígena, fundamentalismo étnico o resistencia cultural, el surgimiento de la "mexicanidad" delata un quiebre en la identidad nacional que, fundada sobre el encomio del pasado indio se escuda en el mestizaje para negar sin embargo toda actualidad al ser indígena cuyo legado proclama como esencial. Congregaciones de aztecas revividos o recreados bailan, peroran, comercian durante largas horas bajo el sol citadino, doblemente ardiente por los excesos del concreto y el ozono que la modernidad subsidiaria ha impuesto en la otrora región de los lagos. Sus penachos -verde quetzal a no ser por el triste destino de una especie al borde de la extinción- podrían acompañar en Chapultepec a la reproducción de aquel que Moctezuma graciosamente otorgara como gesto de buena voluntad a su futuro verdugo: regalo entre reyes o intercambio de insignias cuya memoria se multiplica en el discurso de quienes intentan convencernos hoy de la plausible restauración del Anáhuac. Sus danzas y sus atuendos, el sonido de sus caracoles y cascabeles, el copal con el que sahuman el corazón de su círculo danzante no son espectáculos para turistas. Son la vivencia que materializa su identidad, el reproche incesante del colonialismo, la insinuación de una vuelta a los orígenes. ¿Puede ser este efluvio de mexicanidad algo más que una expresión historiográfica, algo más que una interpretación, entre otras, del mundo prehispánico? ¿Qué hay más allá de los estandartes, las tallas de piedra copiadas de motivos codicográficos que se venden por unos cuantos pesos, o la nomenclatura tradicional de los grupos locales que parecen corresponder, al menos vagamente, con las antiguas comunidades territoriales del valle de México? Incógnitas para meditar sobre la constitución aún colonial de una nación que no supera la esquizofrenia de su fundación"
Dana A. Levin Rojo



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