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El terremoto de 1985



El 19 de septiembre de 1985 un terremoto asoló la ciudad de México. La repercusión fue desigual. Algunas construcciones soportaron bien las consecuencias del seísmo pero otras se derrumbaron como un castillo de naipes.
En el Distrito Federal el terremoto destruyó un área aproximada de 40 kilómetros cuadrados, principalmente en Tlatelolco, el Centro Histórico y las colonias Juárez, Roma, Roma Sur, Guerrro, Lagunilla, Merced, Narvarte y Morelos.
Aunque nunca se llegó a precisar cifras, se calcula un número de muertos entre cuatro y veinte mil y 200000 las personas que quedaron sin vivienda.
Este relato nos cuenta cómo vivió Joani Hocquenghem ese episodio que, aún hoy, se recuerda en esta ciudad.





    "El vaivén se amplía, se precisa, sacude el mundo como un ciruelo, arroja los objetos al piso, se vuelve real. Siento sobre mi rostro el viento de los muros que oscilan de atrás hacia adelante. Arriba, esquirlas de yeso explotan en varios puntos de la azotea; bien puedo aguantar el techo, la delgada hoja de cemento que me separa del cielo, si le da por desplomarse. La almohada sobre la cara para amortiguar el encontronazo, los párpados contraídos, me hago el dormido con la esperanza de que el movimiento se acabe. En las profundidades, la tierra se fractura. Un crujido me abre los ojos justo a tiempo para ver cómo corre una grieta en el muro desde el ángulo de la recámara, como si la parte de arriba y la de abajo de la casita fueran a separarse en una diagonal que pasa por el punto en donde recargo mi cabeza. El ropero se abre solo. Con un pensamiento fugitivo, "¿qué color para un día de sismo?", me enfundo en un pantalón gris y me dirijo titubeante hacia la puerta sobre el suelo escurridizo.
    En el patio, los vecinos se ven decentes. Vestidos y despiertos a medias, se asoman a las puertas. En bata, en el umbral de la casa tres, Alicia trata de reparar la maceta rota de una bugambilia enana, botada de su azotea por el zangoloteo, a menos que sea un destrozo más del gato del seis,
    La gente está parada en la calle San Luis Potosí y los perros del barrio se han paralizado también bajo los árboles que azotan el aire acompasadamente... Siluetas inmóviles, petrificadas bajo la lluvia de esquirlas de cemento y pedazos de vidrio, todos parecen atentos a la catástrofe: ¿temblor o terremoto? ¿Escalofrío o desastre?
    Sólo el paisaje se mueve. Por arriba del zaguán, las copas de la jacaranda y del colorín se agitan como diablos. Del muro ciego del boliche se desprenden pequeños trozos de argamasa que bombardean los techos de las casas bajas. Más allá, hacia el oeste, unos ladrillos caen con estrépito en el ángulo de la vecindad del 187: a cada oscilación el edificio contiguo la golpea con toda su mole de diez pisos, como un malvado hermano mayor.
    Un desagradable olor a gas se arrastra por la colonia Roma. Tambaleándome, subo a cerrar los tanques en la azotea. Entonces veo el inmueble, por encima de los techos, del lado norte: una construcción de unos ocho pisos, en la posición de un camello arrodillado, un extremo ya en el suelo, el otro todavía en pie, parece dudar; los materiales pulverizados se deslizan por la hendidura, soltando una nube de polvo blanco; víctima de esta erosión acelerada, se vacía de su substancia y acaba de doblarse. Un instante después, se reduce a una pila de capas de cemento, no más alta que la camioneta estacionada a la orilla de la acera.
    En la azotea del dos, habiéndose salvado por un pelo del cataclismo, Ixchel rescata su ropa del polvo de yeso que se extiende sobre el barrio con la ayuda de sus hijas.
    -¡Qué susto! -exclamó.
    -Y no fue nada -dice-, espérate al siguiente.
    Con todo, el vaivén disminuye. La onda pasa, dejando la colonia Roma bombardeada, un cañoneo cuyas descargas humean entre dos tramos intactos. Hacia el centro de la ciudad, una columna de llamas se yergue en el aire quieto. La silueta fiel de la Torre Latinoamericana marca las 7:29, y luego 30. El sol ocupa su lugar en un cielo imperturbable. Es una mañana de otoño. Un día bonito. Todo es silencio, una pausa en el zumbido de la ciudad.
    El pastor alemán encadenado en la azotea del Hotel Señorial lanza un prolongado gañido, muy pronto acompañado por el gimoteo de otros perros, y el aire se llena de un aullido sordo, entretejido de voces y sirenas. México acaba de dar el Grito. Para celebrar el día de la Independencia, los mariachis se desgañitaron de amor toda la semana bajo los balcones, entre cohetes y guirnaldas. Septiembre, mes patrio, termina en una cruel resaca; el que está crudo es el paisaje.
    De la Roma al centro, caminando en la ciudad abandonada por los autos, entre la muchedumbre azorada que se aglutina alrededor de los radios portátiles, me topo con todas las configuraciones posibles del derrumbe.
    Sobre el eje Cuauhtémoc, al final de la calle San Luis Potosí, el edificio de Obstetricia del Hospital General, roto en la base, se redujo al instante a un montón de escombros y tubos. A lo largo de la calzada de Tlalpan, una fábrica de ropa se quebró por la mitad y su parte inferior recibió todo el peso de la de arriba; aún se mantiene en pie, sólo que más corta, encogida sobre sí misma. Al norte, uno de los multifamiliares de Tlatelolco perdió el equilibrio en el punto máximo de una de las oscilaciones y grandes pedazos, cada uno de dos o tres departamentos, yacen en el suelo como las piezas de un juego de cubos luego de la rabieta de un niño. A la orilla del parque de la Alameda, el cine Regis arde y, entre sus restos calcinados, varios folders con el logotipo de la Secretaría de Gobernación tapizan la avenida Juárez.
    A mediodía, un restaurante de la calle Coahuila sirve la comida corrida de siempre, a pesar de todo. La colonia Roma vacila al borde de la devastación. A partir de la avenida Insurgentes, la calle San Luis Potosí está cerrada a la circulación con cintas de plástico anaranjadas; socorristas adolescentes han estacionado su camioneta en medio de la calzada y se esfuerzan por desviar a los peatones hacia otros rumbos. Insisto: vivo ahí, en el 181. Me tienden la cajita de tortas de los damnificados.
    Desde los suburbios intactos, doña Victoria me llama para saber si tiene caso que venga a hacer el aseo. Es jueves. El teléfono funciona. La electricidad vacila, se apaga, regresa, y la televisión se vuelve a encender por la tarde, difundiendo un programa único a lo largo del día: las nuevas del frente, las direcciones de los edificios derrumbados, los rumores y los desmentidos -no, la tienda Sears de la Roma no se desplomó como se anunció, fue la sucursal de la zona norte la que se cayó. Las familias se comunican con sus parientes de la periferia para decirles que se salvaron. El aparato desgrana con voz atónita la lista continua de los que se han perdido entre el amanecer y la hora de la chamba, la lotería del temblor: un nombre de pila, dos apellidos, luego, según el caso, las palabras "a salvo" o "desaparecido".
    Se trata de un terremoto por completo imprevisible, muy improbable en sus características, explica la televisión una vez repuesta. A la hora del noticiero, la voz de los sismólogos toma el relevo. En la pantalla, los oscilógrafos palpitan aún. Registraron 7.8 en la escala de Richter. Vomitaron una grafía asombrosamente larga y lenta, según los físicos de la Universidad Nacional: seis minutos de una oscilación muy amplia, con un periodo de casi dos segundos, ante la cual las construcciones de siete a catorce pisos resultan ser en especial vulnerables: los edificios más altos recibieron de lleno esos flujos lentos. Dos segundos, completa un geólogo, es una vibración muy próxima a la resonancia del lodo; la onda corrió desde su epicentro, a orillas del Pacífico, sin quebrantar los terrenos duros que atravesó, pero en el subsuelo repleto de agua del Anáhuac desencadenó un oleaje subterráneo: bajo la ciudad el lago despertó en tempestad. Hoteles, escuelas, torres de oficinas, azotados a cada ola con redoblada fuerza, sucumbieron ante la marejada. "Gelatinoso" es el término que emplea un especialista de la física de los suelos para designar lo que hay abajo de nosotros; vivimos sobre gelatina"
Joani Hocquenghem
A la sombra del Quinto Sol
Plaza y Janés
México 1998



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